Soc. José Antonio Lapa Romero / DHSF
En el Perú reactivar la economía formal es una necesidad pero un suicidio social.
Por un lado, tenemos un índice de letalidad de 2.78 %, 45,928 mil casos positivos con coronavirus en acelerado crecimiento, sistemas de salud colapsados en algunas regiones del país (Loreto, Lambayeque, Piura) y a punto de colapsar a nivel nacional, sin mayores inversiones en salud significativas más allá de la emergencia y miles de atenciones postergadas, protestas permanentes del personal de salud por la insuficiente dotación de mascarilla y material sanitario, motines en los penales por el temor al contagio o la muerte, miles de infectados en los mercados populares en Lima en crecimiento, más de 10 mil mal denominados caminantes cuando en realidad son los excluidos y marginados del Perú que migran para trabajar o por atenciones de salud centralizados, miles que han perdido el empleo, y millones que sobreviven y tiene que salir a las calles a ganarse el pan de cada día. Es decir, los efectos de la crisis sanitaria está golpeando más a los sectores históricamente excluidos de la clase popular, el pobretariado y el independetariado, que históricamente se han movido en los límites de la sobrevivencia, alejado de una sociedad inventada llena de éxito, competitividad, Glamour y consumismo dentro de un supuesto, hasta hace un par de meses, exitosísimo modelo peruano.
Por otro lado, es indudable que requerimos reactivar aún más la economía formal[1], y por supuesto algunos sectores y actores económicos podrán hacerlo y otros no en esta primera fase aprobada por el Gobierno. No obstante, la reactivación centrado en sectores económicos como el minero, el agroexportador y el industrial que supuestamente reactivarían empleos y tienen “mejores condiciones” económicas y sanitarias (en el sector minero con toda la logística y recursos económicos ya tiene 251 trabajadores positivos al COVID y un trabajador fallecido de Antamina); excluye olímpicamente a millones que viven en la economía del día a día que paradójicamente no tienen las mejores “condiciones económicas y sanitarias” -73 % de la economía peruana- que, con bono o sin bono, se encuentran frente al dilema del hambre o la posibilidad de contagio y/o muerte, por lo que es un suicidio social no salir a la calle pero es también un suicidio social exponerse al contagio o contagiarse en medio del crecimiento exponencial de casos positivos al COVID 19 y servicios de salud desbordados y precarios. Estamos arrojando a millones de familias al suicidio social porque ni tenemos sistemas de salud similares a Alemania y Nueva Zelanda, ni una mayoría de trabajadores que pueden quedarse en casa porque sus economías familiares y sobrevivencia se hacen en la calle.
En el Perú estamos viviendo un cierto tipo de darwinismo social donde viven los que más tienen y son más afectados los que menos tienen. Así, venimos volviendo a nuestra obsesiva normalidad dentro de una casi absoluta anormalidad que no ha cambiado, y que arroja a miles al suicidio u homicidio social.
[1] El sector minero, agroexportador, financiero y otros han continuado trabajando en menor intensidad en medio de la pandemia.