Segunda reforma agraria: movilizaciones, demandas y retos históricos

Esteban Escalante Solano 

Área de Derechos Colectivos y Medio Ambiente, DHSF [1]

Cuando el ministro Victor Raúl Mayta anunció oficialmente que la Segunda Reforma Agraria (2RA) estaba en los planes inmediatos del gobierno, se activó la memoria. Pocos sucesos en los últimos 100 años han tenido el calibre histórico que tuvo la primera reforma agraria: la magnitud de las reivindicaciones, el despliegue estatal, los procesos sociales que canalizó y gatilló. Esta memoria ha influido en la expectativa generada por el nuevo anuncio, tanto en el campo como en la opinión pública más general. ¿Cómo cumplir hoy en día la promesa inconclusa de Velasco de generar bienestar y desarrollo productivo en aquel campo ahora sin patrones? Sin embargo, no es sólo la memoria la que impulsa esta nueva reforma, sino sobre todo la historia reciente. 

El paro agrario de mayo de 2019, convocado por CONVEAGRO y llevado a cabo en 13 regiones del país, articuló una serie de demandas que buscaron reequilibrar la balanza a favor de los medianos y pequeños productores, además de generar mejores condiciones para integrarse al mercado. En su plataforma se incluían temas como limitar los abusos de la Autoridad Nacional del Agua (con su correlato de autonomía de los actores de las cuencas para decidir sobre las mismas), frenar la competencia desleal de los alimentos importados, fortalecer las compras estatales, apoyo integral y sistemático a la agricultura familiar, entre otros. Cuestiones que no representaban un cambio radical respecto de la entonces política agraria, pero sí un importante cambio de énfasis y de compromiso político con los medianos y pequeños agricultores. De igual forma, durante la campaña presidencial dos candidaturas (Verónika Mendoza y Pedro Castillo) comenzaron a articular estas medidas bajo el rótulo de una 2RA. Asimismo, durante la Cumbre Nacional por la II Reforma Agraria (Julio 2021) gremios nacionales y regionales (entre los que se encontraba el futuro ministro Victor Raúl Mayta, entonces presidente de la CNA) comprometieron al candidato Castillo a cumplir 20 medidas que iban en la línea de lo demandado durante el paro agrario.

El lanzamiento del 03 de octubre (fecha simbólica, además) desde la pampa de Saccsayhuamán marcó el hito de esta reforma. Ese día el presidente Castillo anunció algunas medidas clave para el inicio del proceso: franja de precios para proteger la producción nacional frente a importaciones, banca de fomento agrario, programa de siembra y cosecha de agua, carreteras para mejor conectividad, fondo de la mujer rural, entre otros. Fue asimismo un evento de asistencia masiva, la mayor movilización campesina cusqueña en las últimas décadas. Este lanzamiento estuvo precedido por la Cumbre Regional por la Segunda Reforma Agraria llevada a cabo en Setiembre de este año, en el marco del proceso piloto en Cusco, donde los 9 ejes de la 2RA fueron puestos a discusión con las bases de los gremios. Un día de discusiones intensas, con tiempo limitado pero que permitió dar una visión panorámica de demandas y propuestas de los productores agropecuarios que iban más allá de lo inicialmente planteado (por ejemplo, en el Eje de Infraestructura Hídrica la discusión abordó también la protección de cabeceras de cuenca frente al extractivismo minero como un tema medular). De igual forma, se anunció un cronograma de cumbres en distintas regiones del país.

Así, el gobierno del profesor Pedro Castillo empezó a asumir el reto de hacer frente a la honda deuda de nuestra democracia y nuestra economía con los pequeños productores del campo. Parte del valor histórico del esfuerzo de esta 2RA está justamente en recoger y motivar este proceso de movilización, ya que ahí también se construye ciudadanía. Pero lo está también en hacerlo a contraluz de una historia reciente que pesa. El trasfondo histórico de toda esta movilización, a mi parecer, han sido dos procesos claves. Las discusiones internas llevan a mirar hacia allí.

En primer lugar, luego de la primera reforma agraria y de la “reestructuración” de las cooperativas, las y los productores optaron masivamente por distintas formas de vinculación a los mercados. En una larga y compleja historia de la que fueron parte comunidades, familias, federaciones, cooperativas, programas de extensión agropecuaria, ONGs, municipios, empresas, etc. Se combinó un tremendo esfuerzo de aprendizaje de la tecnificación contemporánea con formas propias de trabajar la tierra, criar las plantas, manejar los espacios, aprovechar el agua (no sin conflictos ni contradicciones). A la par que los grandes gremios agrarios de los 60s y 70s se debilitaban o daban paso a otras formas de asociaciones (o de fragmentaciones). 

En segundo lugar, las últimas décadas son las de un sector público agropecuario enfocado principalmente en las grandes explotaciones agroexportadoras. Negocios viables gracias a beneficios tributarios y laborales excepcionales, grandes inversiones públicas (dinero de todos) en irrigaciones que habiliten los desiertos de la costa, y el drenaje de tremendas cantidades de agua de las vertientes andinas en desmedro de sus históricos usuarios. Esto con la esperanza de atraer divisas al erario nacional y generar empleo. Un tipo de formación empresarial cuyos límites saltaron a la luz en las protestas del 2020 y que cobraron la vida de Jorge Muñoz Jiménez (19 años). A la par, estuvo también la opción histórica de alimentar a la creciente población urbana con un fuerte componente de importación de alimentos, proceso que viene desde mediados del siglo 20 pero que se profundiza con el neoliberalismo. 

 Así los Andes, desde la visión centralista y urbana que predominó en nuestras políticas económicas, fueron relegados a ser un espacio cuyo valor recaía en sus posibilidades para la extracción de minerales o agua, entre otros usos no integradores. Distintos programas estatales como el Corredor Cusco Puno, Sierra Exportadora, entre otro tipo de esfuerzos, no tuvieron un impacto que cambiara el lugar residual que la agricultura familiar adquirió en nuestra economía ni que acompañara la miríada de esfuerzos de los pequeños y medianos productores por salir adelante. La pregunta hoy es, ¿se podrá hacer frente a esta demanda acumulada desde nuestras condiciones presentes? 

 Se ha criticado que aún no hay un norte claro para cumplir esta promesa. Uno puede intuir que este norte pareciera ser más la construcción de un mercado interno que la apuesta exportadora, más la industrialización de la producción que el nivelar el piso entre saberes técnicos y campesinos (simplificando la distinción), más el apoyo empresarial que el fortalecimiento de la comunidad, más la sostenibilidad ambiental que el extractivismo. Quienes señalan que hay algunas lógicas importantes pero ausentes, como el enfoque de ordenamiento territorial, tienen razón y hay quienes planteamos eso como propuesta. 

El reto, sin embargo, no es menor: por un lado, movilizar un sector público agropecuario que tiene sus propias dinámicas e inercias además de consolidar un liderazgo político coherente, por otro, responder a la tremenda diversidad territorial del campo y a la par hacer frente a procesos globales que no podemos obviar. Procesos como la degradación ambiental, el reconocido hecho de que la mayor parte de productores andinos se encuentran situados en tierras frágiles, y que en muchos puntos críticos la intensificación de la producción y la mayor integración a las demandas del mercado pueden (ojo al condicional) terminar contribuyendo al deterioro de los socioecosistemas campesinos, incluyendo a sus instituciones y sus sistemas de saberes. Demandas que, curiosamente, no se llegan a constituir como tales. Asuntos que se enuncian como detalles o reclamos inconexos en los debates que han acompañado esta movilización, opacados por la narrativa general que da vida al pacto que, aunque inestable y precario, se va volviendo a construir entre el estado y el campo. 

Estos son retos para el gobierno, pero también lo son para los principales gremios agrarios. ¿Podremos imaginar, hoy o más adelante, un vínculo virtuoso entre integración al mercado y su democratización, con mayores grados de bienestar para el campo, y reconocimiento del campesinado como un sujeto con aportes válidos en la transformación productiva? Y, en el escenario que muchos esperamos para esta reforma, el de un éxito sustantivo, ¿Qué cambios vendrán? ¿La mejora de la situación de los productores podrá, por ejemplo, equilibrar la balanza entre comunidades y empresas en el marco de los conflictos extractivos? Veremos, esperemos lo mejor, y sigamos contribuyendo desde donde nos toque. 


[1] DHSF forma parte de las instituciones que están buscando apoyar la construcción de esta reforma. No se trata por ende de una opinión completamente externa al proceso. 

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